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El náufrago

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Recordaba con cierta vaguedad aquel poema infantil de alguien que creía que la Luna era un queso. En su cabeza distinguía a un hombre de barba picuda mirar con fruición aquel redondel perfecto en el agua. Y en el gesto de aquel hombre se mezclaba algo de sorna que el ilustrador no quiso transmitir, y también había cierta hambruna golosa. Él jamás se comería a su amada, a pesar de que estaba más que harto de la leche de coco. La descubrió una noche de insomnio. Dormía de día y de noche, cuando le apetecía. Con nadie debía cumplir. Nada urgente debía hacer. Solo vagar y comer lo que pudiera en aquel limitado islote. Así que decidió romper con cualquier regla que trajese del mundo antes de su naufragio, y dormía a ratos, sin saber por cuánto tiempo. Llegó a confundir luz y   penumbra. Deambulaba ocioso por la playa, y la vio resplandeciente y tímida, enseñoreando la línea del horizonte. Se golpeó la cabeza por no haber caído en ella en tantas noches de hastío. Y comenzó el corte