La hija


Magdalena repasa mentalmente su día de ayer, sentada en el banco en el que se ha derrumbado, cargada con sus bolsas de las tiendas de ropa.

Está sola en aquella plaza. No ha caído en la cuenta. Ella nunca se sentaría en un banco, al alcance de cualquier mirada melancólica que interrogase a su soledad. O presa fácil de un hombre que la incomodase con su sonrisa falsa, ojos que desabotonan su escote y palabrería estúpida.

Es que Magdalena hoy no puede más. Se ha levantado muy temprano, para dejar la casa transparente, aun más de lo que la dejó ayer. Ha untado de margarina sus secas tostadas de fibra que tanto le repelen. Ha tomado su te rojo con apenas leche semidesnatada, para que la lactosa no le intoxique. Ha pasado hora y media en el baño, donde ha dibujado en su rostro el boceto de una Gioconda contemporánea. Ha iluminado el rostro de su vecino soltero y divorciado de 65 años, cuya lengua se ha trastabillado cuando intentaba soplarle un saludo. Ha visitado todas las tiendas que le quedaron por recorrer la pasada semana y ha dejado buena cuenta de sus ahorrillos de los tres últimos meses.

Y agotada, se dejó caer en el banco, pero no está cansada. Su cabeza sí lo está, después de repasar hora tras hora de ayer para encontrar un sentido a lo que hace; repasar la de hoy y lo que le queda hasta la noche; y aún, repasar la de mañana, la de pasado mañana, la de dentro de tres días.




Magdalena nació con un sueño en forma de Príncipe Azul. Y todos los príncipes que imaginaba se parecían a su padre, pero los que se encontraba se parecían a su vecino. En su calle siempre concentró todas las miradas de los habituales del bar, y hasta los chicos dejaban la pelota un segundo para mirarla pasar. Su hermana, a su lado, desarreglada, observaba siempre divertida la escena, sintiéndose como un mono de reina. Aquellos años fueron igual de vacíos que los de ahora, pero Magdalena nunca lo sintió así. Tampoco se ponía a pensar en el ayer, el hoy y el mañana cuando arreglaba a su padre como un muñeco, a su antojo. Le anudaba aquel pañuelo tan elegante, le peinaba uno a uno sus pelos de plata y le plisaba uno de los veinte batines que compró para mudarle cada día, mientras él le sonreía con aquella cara ida y adusta.

Casi le molestaba que su hermana apareciese con sus sobrinos a romper aquella escena de escaparate de anticuario. Su cuñado, siempre huraño e ignorante de todo, diríase que asexuado porque nunca le descubrió una mirada perdida a su escote. Sus sobrinos sí eran otra cosa, mimosos, pedigüeños y suplicantes, la regalaban de besos, aunque en el fondo tan mal criados y parecidos a sus padres. Resultó un alivio que echasen a su cuñado del trabajo y tuvieran que trasladarse a aquella ciudad costera a la que tanto le invitaron, y que declinaba visitar siempre con la excusa de su padre. Su hermana no ocultó un gesto de culpa cuando se despidieron, su disculpa sonó a engaño. Aún así, intermitentemente, la invitaba y se ofrecía a pagar los cuidados del padre, incluso hasta insinuó trasladarse un tiempo para que Magdalena se airease y fuera a dónde quisiera.

Sentada en el banco, piensa, y lo sabe, que no va a llamarles, porque sus sobrinos le son ya ajenos, adolescentes egoístas, ensimismados y habitantes de otro mundo que no es el suyo. El día del entierro de su padre los quiso abrazar y notó el gesto indiferente, sus miradas idas. Tampoco le apetece rememorar la cara de culpa de su hermana.

Sentada en el banco, piensa, y lo sabe, Magdalena, que está sola. Que no tiene nada que hacer hoy, ni mañana, ni pasado, ni la próxima semana, ni en los próximos años. Se levanta entonces como un resorte y se dirige decidida a la salida de la plaza, dejando las bolsas atrás. No la interrumpen los semáforos, ni algún pitido perdido. Camina enfermiza, nerviosa, y atraviesa el arco de piedra. Los cedros a los lados de la avenida le marcan la cara de sol y sombra, pero ella ni siquiera percibe el intermitente fogonazo en sus ojos del contraste. Frente a la lápida, por fin para, ni siquiera jadea por el paso enérgico del último cuatro de hora. Reflexiona unos segundos mirando a su alrededor y encuentra una gran piedra con la que empieza repetidamente a golpear el mármol hasta astillarlo. Pronto el nombre de su padre queda hecho trizas y se hace la primera hendidura. Ya puede colarse dentro. Ya puede descansar, por fin, junto a su padre. Ya no tiene de qué preocuparse. Ya no hay un mañana.


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