Garabatos
Horror vacui. No. Nada que ver con el `horrorterror`
a la página en blanco. Error. Ahora se dice horror a la pantalla en blanco.
¿Por qué tantas palabras con doble erre? Así es normal que no salga nada. Doble
error, doble erre. Si acabo el párrafo con otra palabra con doble erre tiro la
cuartilla a la papelera. Error, ahora se dice apago el portátil. Otras dos
palabras con doble erre: párrafo, doble erre, error… Ahora quiero que se me ocurra
otra con doble erre y no aparece. Otras dos más.
No voy a apagar el
portátil. No voy a conseguir nada escribiendo Garabatos de título, por poner algo mientras voy escribiendo el “cuento
del siglo”, del menos VIII, tampoco se dice así, se dice antes de Cristo, antes
de ¿qué Cristo? Un Cristo puedo liar si sigo así, sin ideas. Es una expresión
barriobajera lo de Cristo, doble erre otra vez. Está pasada de moda, expresión
propia de “niñato”. Otra palabra viejuna, un término este muy de la calle, la dicen los cómicos de moda, pero mi hijo no,
así que viejuna es una palabra viejuna. Por lo menos no tiene doble erre.
Barroco si la tiene, lo mismo que Horror Vacui, “característica del Barroco”
decía mi profesor de Arte mientras le tocaba la pierna al desgraciado que
sentaba a su lado con el libro abierto. No me gusta el Barroco, no me gusta el
horror vacui, no me gusta la doble erre, no me gustaba el profesor de Arte, y
sigo llenando el blanco de la pantalla por miedo al vacío.
Garabatos. Título
provisional. Ya no escribo a mano, y le pongo al borrador garabatos, muy
inspirador. Seguro que tiene veinte mil acepciones más, todas muy, muy curiosas,
excepcionales, sorprendentes, eruditas, de esas que usan los petimetres en las
copas de sábado por la noche en locales con sillones de mimbre de diseño.
Diseño, mimbre, bar de copas. Se unen y procrean un bonito petimetre
`peroratando´ sobre las distintas acepciones que tiene la palabra Garabato.
1.Instrumento de
hierro cuya punta forma un semicírculo. Sirve para tener colgado algo, o para
asirlo o agarrarlo. Sorprendente, evocadora (curiosa,
erudita, pero no es excepcional, y no es apropiada para perorar en un bar de
copas sentado en un sillón de mimbre de diseño). Imaginemos el palo oxidado,
con la punta circular hacia abajo clavada en un cuello femenino. La amante que
nunca pudo poseer del todo, la mujer distante que desata las pasiones abyectas.
La sutil imbecilidad del corrector ortográfico del ordenador me señala abyectas en rojo. ¿Cuántas veces repetía
Dostoyevski en sus novelas abyecto, abyecta? ¿O eran sus traductores? El
portátil me está diciendo que soy un apestado, que uso un vocabulario inusual,
de petimetre de bar de copas de diseño con sillones de mimbre, de diseño. No
pienso dejar de escribir. Un asesino atormentado, enamorado, consumido por una
pasión enfermiza, y abyecta, es
doblemente asesinado esta noche por la falta de paciencia de un escritor sin
ideas y del corredor ortográfico del sistema operativo Windows nosequé.
Sábato
no se rindió tan fácil cuando escribió El Túnel. La escritura como un ejercicio
de paciencia. El novelista no es un narrador, en un hombre con el coraje
suficiente de aguantar meses, años, su obsesión por una historia que le devora por
dentro. Vaciarse en centenares de páginas. Acabar hundido en la nada del vómito
creativo. Hasta que haya nuevamente que vomitar, y parir.
¿Yo Vomito?
Sí, claro. Vulgaridades. Apatía del cincuentón. Calentones del viejo verde. ¿Será
por vomitar? Decepciones del fracasado ordinario, demasiado corriente para una
novela. Lugares comunes, qué expresión, aterradora, con doble erre. Me devuelve
a mi habitual tono gris, a mi lento deambular de nube panzona abandonada. Poética
frase. Realmente ya nunca vomito. Los jóvenes, los niños, vomitan sin parar. Se
renuevan.
“Agarró
un garabato y la mató”. Qué buen arranque. Qué crimen, aunque nadie lo entienda.
Se imaginarán una metáfora grandiosa, una figura literaria de envergadura, una
imagen surrealista que será comentada en bien pagadas conferencias ante jóvenes
muchachas sentadas en primera fila que escuchan embobadas cómo les descubro el
enigmático comienzo. O quizás no. A lo mejor mantengo el misterio: la grandeza
literaria de las múltiples interpretaciones textuales. Literatura con
mayúsculas, y sin dobles erre.
2. Amocrafe. Instrumento que sirve para escardar y
limpiar la tierra de malas hierbas, y para trasplantar plantas pequeñas. Google imágenes, buscar “amocrafe”. Ese maldito objeto, tantas veces
visto en las estanterías de Leroy Merlín, icono de los hortelanos y jardineros
de fin de semana. El clásico utensilio con el que un bróker o un abogado de
Manhattan asesinaría a su amante chantajista. Un guión de Hollywood
protagonizado por el galán de moda, enlatado para consumo masivo de familias
luteranas y judías escandalizadas por la sangre individual de uno de sus
iguales, impermeables a la muerte de cientos de miles de negros, amarillos,
marrones o violetas, qué más da, atrapados en un ciclón, una guerra de machetes
o una pelea de multinacionales que financian guerrillas rivales con niños
soldados que saben segar una vida con solo diez años, luego los cascos azules,
la indignación mundial por la foto infantil, y la superpotencia salvadora que
rescata la Libertad con excavadoras y maquinaria pesada para que esos mismos
niños se empleen en minas en las que pueden morir a la misma edad, pero sin
disparar a blancos de bata blanca de Médicos Sin Fronteras. Conmovedor párrafo.
Ilegible.
3. m. Soguilla pequeña con una estaca corta en cada
extremo, para asir con ella el manojo o hacecillo de lino crudo y tenerlo firme
a los golpes de mazo con que le quitan la gárgola o simiente. Demasiado rural.
4. m. Rasgo irregular hecho con la pluma, el lápiz, etc. Demasiado evidente.
5. m. Arado en que el timón se sustituye por dos piezas de madera
unidas a la cama, que permiten que haga el tiro una sola caballería. Demasiado equino.
6. m. Garfios de hierro que sujetos al extremo de una cuerda sirven
para sacar objetos caídos en un pozo. No.
7. m. Palo de madera dura que forma gancho en un extremo. Duro.
8. m. Palabrota. ¿Cuándo ha empezado el test
de Rorschach?.
9. m. Arg. Cada uno de los diversos arbustos ramosos de la familia de
las Leguminosas, característicos por sus espinas en forma de garfio. ¿Arbusto asesino?
10. m. coloq. Cuba. Persona jorobada, contrahecha. ”El jorobado de Varadero”.
11. m. coloq. p. us. Aire, garbo y gentileza que tienen algunas
mujeres, y les sirve de atractivo aunque no sean hermosas. El garabato asesinó a la mujer con garabato.
12. m. desus. bozal ( para perros). Para
cuentistas, diríase.
13. m. pl. Escritura mal trazada. Escribo con
un portátil.
14. m. pl. Acciones descompasadas con dedos y manos. Escuchar A night in Tunisia y acabar con esta pesadilla.
Intentaba atrapar la luz con sus manos. Dibujaba
garabatos en el aire con gestos desacompasados, absurdos, para capturar el haz blanco
y luminoso que se colaba por la rendija del ventanuco. La cadena al cuello le
impedía agarrar aquel palo luminoso, jugar
en la oscuridad con su compañero de tantas mañanas. Despertaba, lo perseguía por
la habitación y, cuando se iba, sabía que era la hora del rancho nocturno. Cuando
le despertaba cada mañana, iluminándole el ojo, lo recibía con una sonrisa y
una caída de baba, la primera de la mañana, y le daba los buenos días con uno
de sus gruñidos ininteligibles. Era
feliz con su amigo, el palo de diamante, de oro, morado, gris, marrón… Era
mágico: cambiada de color según amaneciese el día, o a lo largo de todo el día.
Su palo mágico. Era muy afortunado, pero no podía agarrarlo por aquella maldita
cadena al cuello. Su amigo era el único que no le abandonaba.
Ella no siempre estaba ahí. Cada tres o cuatro tardes,
aparecía. No era guapa. Tenía un aire garabato que gustaba mucho. Él no era
consciente de ese atractivo, pero cada vez que ella sonreía experimentaba un
embobamiento pasajero, que se le pasaba en cuanto la cadena le pegaba un fuerte
tirón que le ahogaba. Había días mucho mejores aún. Llegaba con una esponja mojada,
le acariciaba el cuerpo, y le hacía prometer que no se movería si quería que
continuase. Desde que intentó agarrarla para que no se escapase y recibió un
golpe en la cabeza del hombre garabato, nadie tuvo que explicarle mucho más.
Agarrarla, golpe. Mirarla, caricia. Brillaba como su amigo el palo, pero no era
igual. Algo le decía que esa sonrisa, esas caricias, iban unidas a temblores no
confesados, a muecas de asco. Por eso quería agarrarla, estrujarla, como al
palo, para que no se escapase y fuese su amiga.
Mientras, el jorobado lo observaba desde el rincón, con
su palo duro. Le echaba la comida como a una gallina, cada vez más lejos, para
reírse de los tirones de la cadena. No sentía ganas de estrujarlo entre sus
manos como si fuese su amigo, de apretarlo y saber de qué estaba hecho. Pero si
la cadena cediese algún día, no sabía qué haría. Aquel palo duro le hacía mucho
daño, no era su amigo. El palo iba unido al garabato, como un bloque sólido. Nunca
había visto a uno sin el otro. Había que desmenuzarlo entero, si no seguiría
haciendo daño. Y no le dejaba acercarse a ella, para poder agarrarla, ver de
qué estaba hecha, y conseguir que se quedase para siempre, como su amigo el
palo de luz.
También estaban las hormigas blancas. No eran sus amigas,
no siempre venían a verle. Quizás fuesen amigas del palo, porque los días que
más brillaba era cuando se las veía suspendidas en el aire. Los días en que su
amigo el palo estaba más triste y apagado, nunca acudían. No le hacían daño y
podía agarrarlas, sacudirlas, hasta bailar con ellas. Eran amigas del palo,
pero no se enfadaba si las tocaba.
Ella vino aquel día con su garabato subido. Sonrisa
abierta, caricias, sin temblores. No se dio cuenta de que venía sola. La dejó
hacer regándola de baba mientras, la esponja cosquilleaba. No olía a miedo o asco,
ni un amagode temblor. Se movió para pasarle
la esponja por la espalda y entonces le cruzó media cara el haz luminoso,
imprimiéndole una belleza extraña: su cara dividida en tres partes que caían
oblicuas, la central subrayada por la luz que destacaba un trozo de su sonrisa
y uno de sus ojos, punteado ahora de un verde brillante. Se olvidó por completo
del otro palo, el duro, el que iba unido al jorobado, y la agarró para no
dejarla escapar, para ver de qué estaba hecha. No hubo respuesta, no hubo
golpe, y siguió desmenuzándola, estrujándola, para que se quedara siempre, para
ver de qué estaba hecha aquella sonrisa. En unos segundos todo había acabado.
Para él no había hecho más que empezar. La desgranó poco a poco con sus manos
rotundas, que convertían en mantequilla lo que antes había sido un caparazón
suave y hermoso. No le gustaba lo que encontraba. No entendía por qué se había
ido su amiga, si todavía estaba allí, entre sus manos.
No vio venir el golpe. Solo lo sintió. A ese primero
siguieron muchos, sin descanso. Venían envueltos en gritos, y apenas divisaba
al jorobado. Se limitó a encogerse y protegerse la cara y la cabeza. El
garabato intentó apartarle los brazos, pero aquel amasijo de pelos y babas se
resistía. El jorobado, desesperado, tiró el palo, hincó las uñas en sus brazos
y le rasgó la piel. Siguió con puñetazos de paja, más nerviosos que acerados,
enloquecido por la visión del cuerpo descuartizado. Ciego por la ira, no vio la
cadena rodeando su cuello. La falta de oxígeno no le dejaba pensar. Lo último
que llegó a su cabeza fue un berrido intermitente, bronco, salido de la misma
tierra, un canto animal de victoria, venganza y sangre, y casi respiró aliviado
al ir perdiendo la conciencia, todo con tal de que se apagase ese sonido que
horadaba su cerebro.
Pellizca otro trozo de carne, casi el último del primer
muñón. El amasijo de lo que fue ella aún está intacto. Seguirá con el cuando
acabe con el otro, más entero y compacto. No comprendía nada. El jorobado olía
a barro, excrementos y halitosis; ella olía a jabón y a calor de cocina. Cuando estranguló al jorobado ,
seguía oliendo prácticamente igual, y ahora emanaba mucho menos hedor que los
trozos de ella. Se la comería igualmente. A lo mejor, una vez en su estómago,
volvería a escuchar su voz, sus caricias. Comerse al jorobado solo le había
producido dolor de tripa. Su amigo el palo está de color morado, se va despidiendo
poco a poco. Mañana volverá a estrujarlo con fuerza y le calentará la cara, le
dará caricias de sol. Puede que hasta pueda saciar su apetito con esa luz que
huele a hierba requemada, a tierra mojada, a frío metálico. Muchos más olores
de los que es capaz de recordar. Se lo pedirá a su amigo el palo, y seguro que
se lo dará porque no le niega nada, porque siempre está ahí, y no se destroza
cuando lo abraza, ni le pega, ni huele mal, ni le reprende, ni se marcha del
todo.
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