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Garabatos

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Horror vacui . No. Nada que ver con el `horrorterror` a la página en blanco. Error. Ahora se dice horror a la pantalla en blanco. ¿Por qué tantas palabras con doble erre? Así es normal que no salga nada. Doble error, doble erre. Si acabo el párrafo con otra palabra con doble erre tiro la cuartilla a la papelera. Error, ahora se dice apago el portátil. Otras dos palabras con doble erre: párrafo, doble erre, error… Ahora quiero que se me ocurra otra con doble erre y no aparece. Otras dos más. No voy a apagar el portátil. No voy a conseguir nada escribiendo Garabatos de título, por poner algo mientras voy escribiendo el “cuento del siglo”, del menos VIII, tampoco se dice así, se dice antes de Cristo, antes de ¿qué Cristo? Un Cristo puedo liar si sigo así, sin ideas. Es una expresión barriobajera lo de Cristo, doble erre otra vez. Está pasada de moda, expresión propia de “niñato”. Otra palabra viejuna, un término este muy de la calle,  la dicen los cómicos de moda, pero mi hijo

El náufrago

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Recordaba con cierta vaguedad aquel poema infantil de alguien que creía que la Luna era un queso. En su cabeza distinguía a un hombre de barba picuda mirar con fruición aquel redondel perfecto en el agua. Y en el gesto de aquel hombre se mezclaba algo de sorna que el ilustrador no quiso transmitir, y también había cierta hambruna golosa. Él jamás se comería a su amada, a pesar de que estaba más que harto de la leche de coco. La descubrió una noche de insomnio. Dormía de día y de noche, cuando le apetecía. Con nadie debía cumplir. Nada urgente debía hacer. Solo vagar y comer lo que pudiera en aquel limitado islote. Así que decidió romper con cualquier regla que trajese del mundo antes de su naufragio, y dormía a ratos, sin saber por cuánto tiempo. Llegó a confundir luz y   penumbra. Deambulaba ocioso por la playa, y la vio resplandeciente y tímida, enseñoreando la línea del horizonte. Se golpeó la cabeza por no haber caído en ella en tantas noches de hastío. Y comenzó el corte

La hija

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Magdalena repasa mentalmente su día de ayer, sentada en el banco en el que se ha derrumbado, cargada con sus bolsas de las tiendas de ropa. Está sola en aquella plaza. No ha caído en la cuenta. Ella nunca se sentaría en un banco, al alcance de cualquier mirada melancólica que interrogase a su soledad. O presa fácil de un hombre que la incomodase con su sonrisa falsa, ojos que desabotonan su escote y palabrería estúpida. Es que Magdalena hoy no puede más. Se ha levantado muy temprano, para dejar la casa transparente, aun más de lo que la dejó ayer. Ha untado de margarina sus secas tostadas de fibra que tanto le repelen. Ha tomado su te rojo con apenas leche semidesnatada, para que la lactosa no le intoxique. Ha pasado hora y media en el baño, donde ha dibujado en su rostro el boceto de una Gioconda contemporánea. Ha iluminado el rostro de su vecino soltero y divorciado de 65 años, cuya lengua se ha trastabillado cuando intentaba soplarle un saludo. Ha visitado todas las tien

Dulce Muerte

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Este   es un cuento que huele a orines, a sudor rancio, a vaho de vómito, a muerte. Es una historia de un hombre que está muriendo solo, abandonado y sucio. Que es consciente de su vejez, de su podredumbre, y no pretende alargar su aliento más de lo necesario, aunque su cuerpo se niega a liberarle y le ata a un mundo que no cuenta con él. Mira por la ventana y observa en su patio de vecinos grupos de pequeños fantasmas, cómicos, que corretean nerviosos de un lado a otro. Padres que a duras penas los siguen, sonrientes y dichosos. Han llamado a su puerta tres veces esta noche, y las tres no pudo llegar a tiempo. No tiene caramelos, pero le hubiese gustado ver las sonrisas ocultas de esos monstruos enanos. Se imagina que uno de ellos le llevase de la mano a descansar, a abandonar este cuerpo maloliente y descompuesto.   El timbre le despierta de su sueño. Esta vez, los chantajistas que esperan tras la puerta son pacientes e insistentes. Decide levantarse a abrir y agarra un terrón

El Padre

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Hace una hora que el arrítmico tintineo le mantiene en vela. Ojos fijos en el techo y una especie de escalofrío inexplicable que le recorre la columna vertebral. Imposible dormir. Y sin embargo, es incapaz de mover un solo músculo, un solo tendón. No puede activar uno solo de sus nervios para poner en marcha el complejo milagro corporal de incorporarse de la cama, dar apenas dos pasos y cerrar la ventana para que el viento no siga agitando aquello que suena y suena en su cerebro, ese ruido monocorde, metálico, desagradable. No es miedo. De eso está seguro. Tampoco es pánico, distinto al miedo, reposado y reflexivo. No es vagueza, holgazanería. No está adormecido. De hecho, mantiene los ojos abiertos como platos. Quizás es esa extraña sensación de notar que el otro lado de la cama está frío, acostumbrado a encontrar cada noche el roce de un cuerpo caliente. Quizás es la habitación de aquel hotel funcional, correcto y limpio, pero tan parecido a un frío ambulatorio. Nunca superó la i

La Abuela

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La profunda mirada de la catarata. Así observan los ojos de Antonia, suspendidos en un horizonte irreal, viendo sin ser vistos, temibles si no fuera porque están empotrados en un rostro pícaro, pero bondadoso. Con su eterna bata, casi transparente de tanto lavado, azul a mil rayas, fresca y cómoda, olor perenne a colonia barata, en la butaca que ya nadie usa por cierto asco no confesado, Antonia mira una televisión que no ve y que solo oye, y que emite programas que le importan un pimiento, aunque le llenan la soledad de la sala. Siempre sola. Estuvo sola a sus dieciocho años para criar a su hija, y hoy se siente sola aunque le rodeen nietos, biznietos y mujeres de las que nunca recuerda sus nombres, porque en su familia, tras su hija, sólo hubo varones. Antonia está sola con su secreto. Hoy hay mucho jaleo en la sala. Han venido sus nietos, sus biznietos, que le tiran de la bata reclamándole el aguinaldo; las mujeres de sus nietos, que le besan con apenas escondida repulsión. Y siemp

El rayo

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Paco es hombre de pocas palabras, mejor sería decir que de ninguna. Las perdió una noche hermosa en la que pronunció las últimas que saldrían de su boca en toda su vida. No recuerda qué es lo que dijo. Le pidieron que lo escribiera. Como no le venía nada a la cabeza, estampó en el papel expresiones increíbles y orondas:   “fue esplendoroso”, “esto es el poder” o “qué grande es la naturaleza”. Como cada vez ponía una distinta, dejaron de preguntarle, y de creerle. Hasta que el escritor oficial del pueblo, Don Bartolomé El Cartero, especialista en cuentos de misterio y leyendas rurales escritas con estilo naturalista y realista (diatriba narrativa interior que quizás es la causante de que nadie entienda sus relatos); en un alarde de concisión, claridad, realismo mágico y fabulación de lo cotidiano para tornarlo en extraordinario y misterioso; en una tarde de café, tertulia pausada, aburrimiento y sopor veraniego;   definitiva y certeramente, acotó que Paco, cuando le cayó el rayo enci