El náufrago
Recordaba
con cierta vaguedad aquel poema infantil de alguien que creía que la Luna era
un queso. En su cabeza distinguía a un hombre de barba picuda mirar con
fruición aquel redondel perfecto en el agua. Y en el gesto de aquel hombre se
mezclaba algo de sorna que el ilustrador no quiso transmitir, y también había
cierta hambruna golosa.
Él
jamás se comería a su amada, a pesar de que estaba más que harto de la leche de
coco.
La
descubrió una noche de insomnio. Dormía de día y de noche, cuando le apetecía.
Con nadie debía cumplir. Nada urgente debía hacer. Solo vagar y comer lo que
pudiera en aquel limitado islote. Así que decidió romper con cualquier regla
que trajese del mundo antes de su naufragio, y dormía a ratos, sin saber por
cuánto tiempo. Llegó a confundir luz y
penumbra. Deambulaba ocioso por la playa, y la vio resplandeciente y
tímida, enseñoreando la línea del horizonte. Se golpeó la cabeza por no haber
caído en ella en tantas noches de hastío. Y comenzó el cortejo.
Ahora
dormía de día, en un vivac de palmas que le oscurecía la eterna claridad, y
reservaba las noches para ella. Le lanzó piropos, se metió en el agua y abrazó
su cola, y ella se hinchaba cada noche más, frenética de halagos. Estaba
ciertamente engordando, pero eso le hacía cada vez más bella, más oronda y
rotunda. Aquella noche la vio tan bella y redonda, tan rubia y rolliza, que no
resistió más las reglas del cortejo y le confesó su profundo amor sin
resistirse.
Lleno
de lujuria, se lanzó al agua y nadó y nadó persiguiéndola toda la noche, hasta
que, agotado, se agarró a un bulto flotante que encontró muy a tiempo. La
siguiente noche repitió su persecución sin éxito, pero ella seguía esquiva y ya
no tan bella. A ratos la veía más flaca, menos lustrosa, pero seguía siendo muy
atractiva. Noche tras noche, le alimentaba solo continuar detrás de ella, pese
a su delgadez más extrema. Hasta que se convirtió apenas en un hilo de plata.
Pensó entonces que su amor le había llenado de tristeza, y jugó a hacerse el
huidizo, pero ella seguía cada vez más flaca.
Aquella
fatídica noche no la
encontró. Esperó y oteó el cielo miles de veces. Había huido.
Agotado, se entregó al cansancio, y recordando la primera noche que la
descubrió, comenzó a llorar sin freno hasta que ni una sola gota le quedó en su
cuerpo.
La
siguiente noche, la Luna volvió a aparecer, satisfecha de haberse cobrado a un
nuevo amante, e iluminó el reguero diamantino de lágrimas que dejó el náufrago,
como si de un trofeo de caza se tratase.
Muy buen escrito, la Luna siempre es fuente de narrativa, de imaginación, de poesía. Muchas gracias por el blog esta genial !
ResponderEliminarEvocador.
ResponderEliminarMuchas gracias a los dos y perdón por el retraso, hacía tiempo que no pasaba por aquí.
ResponderEliminarMuchas gracias a los dos y perdón por el retraso, hacía tiempo que no pasaba por aquí.
ResponderEliminar