Mi abuelo


Tarde de bochorno y sudor. Al resguardo de una tupida sombra, Mario Vizcaíno y su abuelo, Ernesto Vizcaíno, observan el paseo intermitente del mujerío acalorado y apresurado, que luce ropas ligeras. Y cortas. Muy cortas para el abuelo, aunque en absoluto le molestan.

Mario va a añorar esas interminables tardes con su abuelo. Tardes de silencios, de observar la atmósfera, analizar el aire y comentar la caída de una hoja. Tardes de disección de la calle, de miradas cómplices ante unasugerente minifalda, de reproches mutuos por discusiones vanales. Tardes de consejos que marcan y marcarán su vida.
Mario se va, y no sabe cómo decírselo a su abuelo.

“Niño, convíate algo, que estas mu callao. Amos a darle al vino, a ver si te suelta la lengua”. El nieto se levanta obediente y regresa a la terraza con una Coca-Cola para él y un vaso de vino de pitarra.. Ernesto se moja primero la punta de la lengua, metódico, picoteando la temperatura y la acidez del caldo. Testeado el tintorro, lo engulle hasta la mitad, refrescándose la garganta con el mejor antídoto para la sed que se ha inventado.

Mario también ha vaciado el vaso. Se arrepiente de no haberse apuntado al tintorro. Intenta, hasta en tres ocasiones, empezar, ¿por dónde? Su abuelo le da inesperadamente la entrada, después de alzar ligeramente la solapa de la gorra. “Niño, quería preguntarte algo... Algo tuyo, no quiero te enojes. Que ya sabes que tu abuelo no es de meterse en tus entripaos. Pero me está rumiando en la cabeza hace tiempo, y si no te lo digo reviento”.

Mario se le aproxima, tal como hace cada vez que su abuelo le hace una confidencia. Espera aliviado la pregunta, que va a aparcar, al menos unos minutos, la desagradable despedida. “Mario, ¿tu no me serás maricón?”

No sonríe, ni se sorprende. Su cara es rígida y dura, es la cara del bloqueo, del desconcierto. “Nieto, no te enfades, te lo digo porque te pasas las tardes aquí, a mi vera, que no se mu bien pa qué, escuchando a este viejo. Y este viejo, como que está un poco cansao de verte. A tu edad no dejaba yo una falda de esas que pasan por aquí sin romper, valgame la barbaridad. Tu, aquí, parao con este viejo, sin andar por ahí buscando hembra. No se... No quiero te molestes, pero creo que deberías dejar de venir, porque me estoy preocupando”.

Mario se levanta y se va a por otros dos vasos, esta vez los dos de vino. Engulle uno antes de ir a la terraza, y lo vuelve a llenar. Ya tiene arrestos suficientes. Le comunica con una medio sonrisa a su abuelo que va a dejar de venir a pasar las tardes durante un largo tiempo. Entonces descubre la lágrima que creía gota de sudor, y que apareció a la mitad del inesperado discurso de su abuelo. Otra jugarreta del viejo. Le ha vuelto a ganar la partida el condenado abuelo sabelotodo, concluye resignado.

Se dispone a dejar la terraza y le da un fuerte apretón a su abuelo en el hombro, que acaba tirando de él y obligándole a abrazarle entregado. Mario quería evitarlo. Y quería evitar unas lágrimas que acaban mojando el remiendo de la hombrera raída de su abuelo. Incómodo ya por la escena,  temeroso de que los observen desde la calle, consigue liberarse y alcanza la puerta de la terraza que da a la calle, en cierto modo aliviado y muy, muy confuso.

Antes de salir, y pese a que observa una cara temblorosa, que nunca le había parecido más arrugada, no puede resistir la tentación de ganarle la última partida al viejo sabelotodo.
“Por cierto, abuelo. Que sí, que soy maricón”. 

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