Hermanos

No recuerdo si era mañana o tarde. Se que era uno de esos paréntesis vitales que me tomo en ocasiones. Huidas del trabajo en las que, sin mediar palabra, abandono temporalmente el barco, aunque esté semi hundido y a punto de que se lo trague el mar. Deserciones a las que tengo acostumbrados a mis compañeros. Saben que, tras dos horas ilocalizable, vuelvo con el rabo entre las piernas, dispuesto a coger el timón y operar el milagro.

Era una de esas escapadas. Me había acomodado en una solitaria y soleada terraza, saboreaba el delicioso café de mi amigo Justo, me relamía con su crema y removía con parsimonia la taza (sin querer imitar a ninguna Madam Bovary, ni sus complicaciones posteriores asociadas a ese gesto). Mi cabeza recuperaba su equilibrio tras el caos. Empezaba a ser humano y racional, por encima del resto de los mortales, animales e irreflexivos. Conquistaba, con aquel placentero café,  esa ventaja que luego me permitiría regresar, situarme sobre la vulgaridad general y ser el solucionador de entuertos. Al menos eso pensaba.

Primero fue solo un vistazo impersonal. Pero al instante, los volví a mirar, ya protegido por la lejanía, y contemplé, calle arriba, el parsimonioso caminar de los dos hermanos.

Él delante, con su cráneo rapado, su peinado irregular y en punta, imitando los estrambóticos cortes de pelo de los millonarios futbolístas, pantalones anchos, manos soldadas a sus bolsillos aunque su paseo incomode la postura, mirada perdida en un océano de irrealidades e incomprensiones, caídos sus hombros, balanceo que imita sin saberlo a la armónica cadencia del inconfudible paso negro, pero sin acercarse lo más mínimo a su belleza felina. Él iba por delante, aclarando la calle y explorando peligros.

Ella detrás. Arrastrando su obesidad engrandecida por un pantalón ajustado de malla, con sus pasos zambos y llamativos, su blusa de flores mal abotonada manchada de no se sabe qué, su calzado cómodo y plano, su gesto de boba y baba a punto de caer, su media sonrisa de ingenua felicidad o escudo ante su desgracia, su pelo -sin embargo- correcto, limpio, cepillado. Ella persigue confiada los pasos de su hermano.

Fui incapaz de borrar esta estampa de mi mente. Reclame periódicamente
a mi amigo Justo noticias sobre los dos hermanos -Vargas, me dijo que se apellidaban- y me hice esclavo de sus miserias y de sus grandezas, visitando la terraza de la cafetería no solo ya para mis escapadas.

Pablo y Noemí Vargas eran una fotografía perenne del barrio, que reconciliaba con su existencia a quienes se cruzaban con ellos. Concluían al mirarlos que sus propias vidas
siempre pueden ir a peor, y que debíar dar gracias a sus amuletos religiosos de su propia suerte. Víctimas de un padre extremadamente alcohólico y autoritario; extremadamente
autoritario y alcohólico (que más da el orden), Pablo creció fuerte y afortunado, si es válido usar una expresión de ese calado y en ese contexto. No así Noemi, que tuvo que soportar las secuelas psicológicas de un golpe suelto, cuando aún estaba en periodo de lactancia, sin que ni su madre ni Pablo pudieran evitarlo.

La madre, vencida aunque satisfecha por la supervivencia de sus hijos, decidió un día desenchufar su cabeza de una realidad para la que ella tampoco estaba dotada de carácter extraordinario. Y salió por la puerta vagando en camisón, la mirada ida y el gesto bobo, hasta que un camión que cruzaba la avenida la liberó. A Pablo - ya entonces caminaba delante de su hermana explorando los peligros de la calle-  le dio tiempo de girarse rápidamente y evitar que Noemi presenciará algo tan accesorio para su existencia.

Justo completó la historia respondiendo a mi principal pregunta: ¿cómo se las habían arreglado los hermanos Vargas para no caer en las redes de los servicios sociales? Con la misma habilidad innata que siempre demostró Pablo para cuidar de si mismo y de su hermana. Pablo le daba a Noemí protección; ella le pagaba con cariño. En cierta forma, Noemí también protegía a su hermano para que no cayese en la violencia gratuita de quien odia todo lo que rodea; Pablo le respondía con una fidelidad que no tenía límites ni en su propia vida. Ambos se las arreglaron para seguir conviviendo con el autoritario alcohólico, asegurandose de que siempre estuviese sobradamente alcohólico y débilmente autoritario. Evitaron, con cierta sabiduría de la calle, a los asistentes sociales, que ocupados con numerosos casos de su barrio, siempre podían dejar para después a la pareja de hermanos Vargas. Por otra parte, tampoco causaban problemas a nadie.

Volví a saber por Justo de los hermanos Vargas muy tarde, un año después. Acudí a la terraza huyendo otra vez, y mi amigo me introdujo el tema de pasada, como quien comenta el tiempo. Ya eran huérfanos, y los servicios sociales no habían perdido el
tiempo: internaron a Pablo en un semi reformatorio y a Noemí en un centro especial para menores con discapacidad psíquica. Para “tontitos”, me aclaró Justo.

Lo dejé con la boca abierta al marcharme de allí a la carrera, como acosado por el caos que siempre intentaba ahuyentar en la terraza con un buen café. Localicé el reformatorio de Pablo con un par de llamadas. Me presenté allí sin poder pasar de la puerta ni justificar administrativamente mi presencia. Tras dos horas de guardia, abordé a un monitor a su salida de turno lo más amable que pude. Cuando lo daba ya todo por perdido, la curiosidad traicionó al prudente graduado social: me preguntó por qué tenía tanto interés en aquel chico que se había escapado aquella mañana del centro.

También lo dejé con la boca abierta y sin contestación. En otras cuatro llamadas logré enterarme del centro de internamiento de Noemí. Esta vez no me topé con tanta prudencia. Había llegado solo media hora tarde. Pablo había logrado burlar la vigilancia, se hizo pasar por otro interno y, en el momento justo, huyó con Noemí.

Me senté en los escalones de la entrada agotado, con sensación de fracaso. El caos me perseguía. Esta vez no podía arreglarlo con una terraza amigrable y un buen café. Hasta que vino a mi cabeza la clásica imagen de los dos hermanos: delante él, vigilante; atrás ella, sonriente y tan bellamente embobada, caminando por una calle cualquiera en una ciudad cualquiera. Comprendí que el caos siempre había estado dentro de mi, sin necesidad de que tuviese que ir a ninguna terraza a ahuyentarlo. Comprendí que jamás sería tan feliz como los hermanos Vargas.

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